11/7/10

Parodia fatal

por Alejandro Bilyk

El espectáculo que está a punto de terminar merece algunas consideraciones de nuestra parte. Ya desde el título (Matrimoniándonos), elegido después de muchas idas y venidas, el mal gusto quedó en evidencia. A eso se sumó una pésima elección de escenario (sala demasiado grande para público tan imprevisible), un guión rudimentario y sin sentido, plagado de frases recocidas (“lo único que quiero es ser igual”, “no tengo nada más importante que mi libertad”) y algo que lo agravó todo, si eso es posible: el manifiesto desdén de los actores por el auditorio.

La trama es fácil de entender: un conjunto de personas que se sienten parte de una realidad distinta e incuestionable, pero que para no ser una minoría segregada deciden impulsar una nueva división del mundo: ellos por un lado, los heterosexuales por otro. Una vez aceptado ese nudo, se presenta la noción de la igualdad de derechos como la única forma de desatarlo. En pocas palabras: primero se revela una distinción desconocida y después se da a conocer una ley indistinta.

Están presentes, como es de rigor, los funcionarios mezquinos, los administradores infieles y los políticos fallutos. Pero hay, además, dos personajes clave que se rebelan contra su propia identidad, algunos sujetos sin rostro que ofician de coro de sombras y una niña solitaria que deambula confundida por el escenario, sin parlamento y sin destino.

Con sus más y sus menos, en esto consiste la obra, que mantiene un desenlace abierto. El mismo elenco, anteriormente, había obtenido buenos resultados apostando al límite, pero en esta ocasión el tiro les salió por el lado incorrecto. El público, al acercarse la última puesta en escena de la temporada, pasó de la distracción a la indignación.

El clima que percibimos no nos permite imaginar nuevas presentaciones para el futuro inmediato. Nuestros lectores nos entenderán si concluimos diciendo que este espectáculo se fue de madre.

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Durante los últimos dos siglos, todo lo relacionado con la familia y los nacimientos se vio sometido a juicio por parte de analistas y de grupos activos e influyentes. Nada parecía importarle tanto a esos centros de poder; representaba para ellos un problema socio-económico y político crucial. Pero no lo señalaban con su nombre propio, sino en forma deletérea, a modo de un estigma universal: la “población”.

Desde hace pocas décadas, mediante el desarrollo pleno de esta estrategia de simulación y enmascaramiento de la crisis, hemos ingresado en la etapa del cuestionamiento extremo. Cualquiera puede comprobar que la familia, como tal, ya no cuenta en los circuitos del poder. No se le ofrece protección ni se procura de modo eficaz su crecimiento; al contrario, lo que se busca es su mutación. En el fondo, su aniquilación.

Las plataformas elegidas para llevar esto a cabo se enumeran fácilmente: anticoncepción, aborto, infecundidad. Una tríada de consignas claras y concisas, revestidas con el devocionario de la libertad. Claro que, expresadas de esta manera, todavía ofuscan un antiguo y muy arraigado sentimiento universal, en atención a lo cual se elaboró un alfabeto alternativo, con nociones más digeribles: salud reproductiva, interrupción del embarazo, nuevas formas de pareja. Un mismo espíritu, un objetivo sólido.

Depurando y custodiando los nacimientos, mediante la habilitación de estos canales, es posible remediar los males del mundo: el hambre, la enfermedad, la miseria, cualquier variante de la escasez. Una población controlada, prolijamente diversificada y, en fin, cualificada para su asignación a las diversas áreas de la producción y el consumo, permite un desarrollo sustentable y sirve eficazmente a los fines del progreso. Las viejas instituciones, en cambio, no.

Es innecesario continuar desperdigando el esfuerzo. Los individuos no necesitan tantos mediadores. El planeta tierra puede llegar a ser una gran familia.

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Nuestra nación, como pocas veces en la historia, parece a punto de quedar entre las diez primeras de alguna cosa. En este caso, de la aceptación del matrimonio entre dos hombres o entre dos mujeres y la adopción de niños por su parte. Para unos pocos es motivo de orgullo y satisfacción, el cumplimiento de un derecho largamente postergado. Para la mayoría de la gente común es un bochorno y una afrenta. Una insensatez. Pero canta y que te escuchen aunque tu música les importe un pito. De prepo, por vida y obra del dinamismo legislativo, esta cuestión terminará resolviéndose según la ley del número. Así será, pero todo hay que decirlo: en este tema, muy especialmente en este tema, los votos y los porcentajes no significan nada. De ahí que estas páginas, escritas en los días previos al tratamiento definitivo de la ley en el Senado argentino, no refieran su sentido a la aprobación o rechazo de dicha ley.

Tal actividad legislativa es en sí misma un delirio, una pretensión insolente. Los hombres creen que pueden intervenir en algo que no está a su alcance, pues forma parte de la naturaleza, en este caso de la específica naturaleza humana, que es anterior a cualquier decisión humana y no se somete a ninguna consideración política, jurídica o sociológica. El orden natural es inmodificable, una realidad que no se puede poner bajo agenda parlamentaria, un objeto sin discusión: diga lo que diga el sujeto, al objeto no se le moverá un pelo. ¿Qué legislatura se atreverá a determinar las semanas en las que deberá caer la lluvia para acelerar la cosecha, o el árbol que estará obligado a crecer de una semilla de cedro? ¿Qué validez tendrá un proyecto que pretenda descatalogar al verano cuando el calor arrecie o dejar a la luna fija en el cielo para restablecer los derechos de una minoría que prefiere la noche?

Lo que se está intentando es más absurdo, pero sobre todo más grave, porque no es inofensivo. Se aceptó someter a deliberación, bajo la máscara de una asamblea representativa, si es conveniente continuar o no con la inmutabilidad de ciertas realidades: los sexos, el matrimonio, los hijos, la familia. Nada menos que el modo de existir de nuestra especie y la base primigenia de toda felicidad posible. ¿O acaso alguien cree que sólo estamos discutiendo “nuevas formas de familia”? No, la denominación tiene toda la sutileza de un rinoceronte loco. Lo que discutimos es un nuevo estatuto antropológico, diversas tácticas de reducción poblacional, la insignificancia del espíritu religioso y una exquisita variedad de desgracias infantiles.

Los representantes y promotores de ciertos proyectos (anticoncepción, aborto y matrimonio homosexual, incluida la adopción) son los mismos. Hay diferencias entre ellos y los seguidores de cada plataforma, pero tales diferencias disminuyen a medida que la estrategia mediática avanza, pues opera sobre esa zona gris conformada por la credulidad y la ignorancia de lectores y oyentes.

Respecto del tema que nos ocupa, muchas personas comenzaron a sensibilizarse, más que por la realidad particular de tal o cual homosexual, por el fingido anecdotario de este nuevo partido humano, repleto de imágenes e ideas prefabricadas y pomposas explicaciones de médicos y psicólogos. Lo que buscan es darle categoría universal a unas pocas experiencias individuales recientes. Una y otra vez encontramos el relato de los mismos singulares sucesos, enmascarados bajo una pátina conmovedora. Es tan admirable el tesón de sus predicadores, como el tiempo y los recursos de que disponen para incrustar ese nuevo material en la cabeza de la gente.

Si sirve de consuelo, esta idea de las “nuevas formas de familia” no tuvo su origen en la Argentina. Es una premisa estudiada en centros de poder y confeccionada en organismos internacionales, la cual debe rodar por acá y por cada país del mundo, aplastando todo lo que pueda a su paso: los nacimientos, el matrimonio estable, la vocación primordial de la mujer, cualquier cosa que aporte a la insoportable proliferación de la especie.

La expansión humana es algo que los centros de poder no quieren dejar librado a su fuerza vital, pues está haciendo del mundo un escenario inmanejable. Si no actúan, los números no cerrarán nunca y los planes de dominio se volverán cada vez más lejanos, salvo al precio de exterminios masivos indisimulables. Las guerras y revoluciones resultan insuficientes... Mas, ¿para qué apurarse a eliminarnos si nosotros mismos podemos colaborar y con mayor eficacia?

El mecanismo de difusión de dicha premisa contiene una infinidad de anexos, pero un solo elemento sustancial, que es el don más preciado y, a la vez, el poder más oscuro: la libertad. Podemos cambiarlo todo, somos libres. Somos libres, queremos cambiarlo todo.

La libertad. Soporte de la felicidad y de la malicia. Comodín y condición de todas las posibilidades. En libertad podemos trabajar o estafar, esforzarnos o mentir, sacrificarnos o traicionar. Con libertad podemos concebir un hijo y con libertad podemos arrendarlo. O asesinarlo.

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¿Cómo se demuestra lo que nunca necesitó demostración? ¿Cómo se explica lo que la realidad misma se encargaba de explicar, sin necesidad de que la voz humana perdiera tiempo en argumentos? Sólo había el canto de los poetas y el esfuerzo de los sencillos para acompañar el gesto maravilloso de la naturaleza, el regalo incuestionable, el tesoro común de los hombres y las mujeres de todos los tiempos. Tan precioso, tan gratuito, tan común, que una sola palabra bastaba para preparar la fiesta de la aldea o del palacio. La noticia del hijo fue siempre una buena nueva.

Se supo en forma clara y terminante antes de ponerse a entender nada. Como que el sol iluminaba la tierra y la lluvia engrosaba el río, como que la hembra necesitaba al macho y el macho a la hembra. El hombre y la mujer supieron desde el primer momento que entre ambos construían algo más completo, algo que no estaba sin ellos dos: así fue el hogar. Después, cuando la tierra se pobló de los pequeños, surgió la necesidad de ordenarse más y mejor, proteger el crecimiento, admirar la belleza e imitar sus efectos, sobrevivir guerras, catástrofes y desgracias, disfrutar de los breves momentos de felicidad: así fue la ciudad. Y ambos, hogar y ciudad, percibieron la presencia poderosa y sin mengua de una realidad invisible, en donde descubrieron la causa verdadera y el sentido último de los seres y las cosas. Esto es lo que conocemos por las crónicas de los hombres.

Imperaba la certeza irrebatible de un orden preestablecido. Al paso del tiempo surgieron, como hierba mala, algunos que pretendieron negarlo o reemplazarlo, pero no encontraron el modo de impedir que sea cierto. Nunca pudieron pasar de una vanidosa pretensión. ¿Los pájaros vuelan, las montañas se elevan, los hombres piensan? Incluso cualquier mínima alteración del orden lo confirmaba, pues no dejaba de ser eso: una anomalía, un minúsculo esguince del cosmos, la inconsecuente raspadura de un orden que no pueden fabricar manos humanas.

Si falta esta comprensión básica, la de la existencia de un orden natural que los hombres deben respetar, acompañar y proteger, cualquier argumento resulta vano. No sólo para quien lo recibe, sino también para quien lo formula. Hay cosas que recién en nuestro tiempo parecen necesitar explicación. Es difícil creer que haya que decirlas. Resulta ridículo. Tan ridículo como preguntarse si es posible vivir sin alimento, sin descanso, sin oxígeno o sin luz.

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Entre nosotros ya se hizo costumbre el panfleto oral y visual referido al “fin de la familia tradicional” y a las “nuevas formas de pareja”. No reniegan de la entidad familiar: lo que nos ofrecen es ampliar su identidad. Pensadores, artistas, científicos, políticos, periodistas, funcionarios, toda una gama de agentes de opinión se muestran interesados por el tema y permanentemente hablan o escriben al respecto, venga o no al caso. Los proyectos legislativos se suceden y, año tras año, los miembros de la nueva minoría inobjetable se hacen cada vez más presentes en los medios, en la calle, en las conversaciones. El motivo es claro: mezclarse, influir en la gente, acostumbrarla a las nuevas ideas, aparecer como “uno más”. Ablandar el sentido común para que ya no sea capaz de reaccionar naturalmente. Más aún: para que todo el mundo sospeche mentira o error detrás de una antigua verdad.

Este proyecto de ley nacional de “matrimonio homosexual” no guarda relación con nada parecido a un debate útil entre distintos sectores que se esfuerzan por decidir cuál es la mejor idea o quién está más capacitado para llevarla a la práctica. Al contrario, no se advierte en él ningún propósito de bien, ni explícito ni implícito, para la nación. “Derecho a ser amado”, “co-adoptación”, “co-habitación”, “base biologicista discriminatoria”, “desvinculación de convicciones naturales y religiosas”, “peldaños de la escalera de la igualdad”, “determinismo biológico que oprime y humilla”, “falacia naturalista”, “resignificación de los derechos humanos”: las expresiones pertenecen a la revista dislocada de una buena parte de nuestra dirigencia. La situación que se ha generado, de ningún modo fortuita, alterna entre la infamia y el absurdo. Un péndulo en cuyo vaivén se suceden mentiras, burlas, acusaciones, insultos, amenazas y un repudio feroz a todo lo que se interponga, pero ni una sombra de disposición para reconocer el sentido de las ideas opuestas, mucho menos para discernir el bien común, o la realidad siquiera.

De haberse presentado este tema durante las dos últimas elecciones presidenciales, los candidatos hubiesen caído como peras podridas. Era obvio: no se podía desarrollar de manera convencional, pues faltaba tiempo de ablande y algo más de consenso callejero. De todos modos, la carencia de número humano en el orden real pudo ser compensada por una infatigable tarea de zapa en el orden mediático y virtual. Personajes exóticos comenzaron a alcanzar notoriedad; ideas e imágenes extrañas obtuvieron, sin mayores sobresaltos, cierto grado de aceptación. Y a lo largo de este tránsito se fueron agrupando.

O, más precisamente, los fueron agrupando. Un grupo ínfimo dentro de la minoría decidió levantar sus banderas y arrastrarlos a todos. Lo que cada uno de ellos podía presentar como situación personal o perspectiva crítica de la vida quedó tapado por las consignas del gremio y la presentación de sus demandas. Impidieron seguir considerando cada situación en particular. En virtud del férreo cumplimiento de las tácticas modernas de insurgencia, el plural eclipsó al singular. Se arrogaron la representación de todos los afiliados, lo aprobaran o no. Y al final tuvieron su proyecto.

Una ley aparte no suscitaba la suficiente adhesión y, además, no los conformaba: no habría igualdad de derechos. Pero si todo se mantenía como estaba, ellos no serían diferenciados: no habría una realidad nueva y distinta. El dilema era difícil de resolver, así que repartieron el débito de igualdad en algunos reclamos puntuales (beneficios sociales, pensión por viudez y derecho a la herencia, o sea, nada que no se pudiera resolver por convenio privado, cesión o testamento), lo decoraron con la supuesta obligación de la sociedad a una reparación histórica y, en medio del barullo, la incongruencia pasó de largo. Pero dado que, si la cosa funcionaba, tarde o temprano iban a ir también por la niña de sus ojos, consideraron mejor temprano que tarde, desplegaron el libreto entero y la adopción se incorporó a sus demandas. Asociados a los racionalistas, cerraron el paquete teórico y salieron a confrontar, a difamar, a confundir, a usurpar nombres que no les corresponden, a demandar una prole y una ley.

Quizás, en el futuro, alquilar un vientre, fecundar una botella, intercambiar simiente amiga o hacer envíos a domicilio sean costumbres aceptadas y lícitas. Lo que todos deben comprender es que, si se los sigue consintiendo, cualquier cosa dará lo mismo. Si continúan avanzando, nuestra multiplicación caerá en la esfera del dominio temporal e incluirá un porcentaje incalculable de manipulación y disparate, y el peor precio lo pagarán quienen vienen detrás. La descendencia será descendida. En resumen, lo que se haga de aquí en más sólo será un agravante de este capricho espantoso.

Se trata de dos modos de concebir la vida y el mundo. Lo que siempre fue primario y fundamental para todos, para ellos pasó a ser secundario y accidental; en el mejor de los casos, aleatorio. Orillan la zona fatal en donde las cosas buenas y saludables se vuelven inciertas o azarosas. Y no les interesa la discusión, ni la búsqueda de fines comunes. De eso no están dispuestos a hablar. Ya declararon imperialmente sus emociones y sus antojos ideológicos.

Con este escenario, el enfrentamiento es inevitable. Fundaron una corporación, salieron a invadir espacios y, como es lógico, hicieron que se levante una temperatura de final de campeonato.

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Esta encrucijada afecta al futuro, a los que vienen detrás. Afecta a la familia como concepción y como institución. Afecta al matrimonio entre hombre y mujer como entidad natural e histórica. Pisotea ambas realidades, privilegia reclamos innecesarios para el cuerpo social y fuerza a las familias comunes a estar en pie de igualdad con grupos discontinuados y antinaturales.

La familia asegura no sólo la continuidad de la especie, sino también la de la nación. Es su base sustantiva, su requisito obligatorio y su razón de ser. No es una construcción cultural. Si lo fuera, ¿no la habrían modificado mil veces los hombres? ¿O acaso olvidamos la infinidad de costumbres extrañas e incluso abyectas que despuntaron en muchas sociedades al paso de los siglos? La familia atravesó la historia y superó todas las distorsiones en forma segura y viviente, sin cambiar su naturaleza, que no puede cambiar.

Es obvio el empeño por repudiar o torcer todo lo que constituye un bien esencial no para tal o cual hombre, sino para el completo género humano, que incluye a los hombres y las mujeres de todas las épocas, no sólo a los pocos de una generación ni a los encolumnados en cualquier desvío. El nacimiento, el matrimonio, la infancia, son esta clase de bienes: de todos y para todos, ahora y siempre.

Familia, matrimonio, sexos, paternidad, maternidad, nacimiento: golpear y zarandear cada uno de esos conceptos es el primer modo de embestir contra cada una de esas realidades. ¿Por qué quieren llamarlo “matrimonio”, si nadie desconoce el origen del término? ¿Por qué esa obcecación? Porque es fundamental mutar o sustituir la mayor cantidad posible de conceptos tradicionales, arraigados en el mundo real, a fin de fortalecer un nuevo lenguaje, especialmente si tiene relación con este tema. Al evacuar el concepto se deteriora la imagen. Se vuelve ajena y distante, una imagen vencida. Luego, repitiendo hasta el hartazgo nuevos contenidos para los antiguos vocablos y, a la vez, rellenando los inevitables huecos con nuevos vocablos, las imágenes sustitutas comienzan a imponerse. Así va quedando atrás lo que se pensaba, imaginaba y enseñaba en virtud de las ideas tradicionales de “familia” y “matrimonio”. La parodia triunfa sobre la tradición y la costumbre; luego, sobre la realidad.

El mejor modo de operar sobre algo que no cambia es taparlo, ocultarlo mediante una simulación. La parodia es la imitación obstinada, pertinaz, de la realidad. La realidad es cuidadosamente recubierta por el disfraz: cuanto mayor el parecido, mayor la eficacia. Una vez enmascarado lo genuino, ya se puede trabajar sobre la sustancia emocional de la gente. Teatro griego.

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Los políticos y dirigentes argentinos de toda laya acumularon demasiadas deudas con la sociedad como para hacernos perder el tiempo en esta nueva necedad. Resulta que ahora tenemos que interiorizarnos de las pautas de comportamiento del colectivo homosexual, la inestabilidad de su modo de vida, la promiscuidad de los bares gay, las consecuencias de la transexualidad... ¡Las cosas que hay que estudiar en esta época!

Un varón y una mujer, para recibir un niño en adopción, previamente tienen que hacerse estudios para demostrar su infertilidad; una pareja de homosexuales no: ¿cuál es la razón de este privilegio? Miles de parejas normales, aunque involuntariamente limitadas, esperan años para recibir un niño en adopción, muchas veces sin éxito: ¿por qué no se dirige hacia acá la sensibilidad y se corrige de una vez por todas esta realidad tan cruda? La estructura de asistentes sociales y jueces que trabajan en el sistema de adopción es deficiente, y el mismo sistema lo es: ¿por qué no se dedican esfuerzos y recursos proporcionados a la importancia del tema, incluso personal más calificado, que incluya por ejemplo a padres de familia en situación normal?; ¿o por qué no se le brinda ayuda cierta y consistente a los muchos hogares infantiles que tratan de paliar como pueden la dolorosa impronta del abandono? Una gran cantidad de cuestiones puntuales y verdaderamente importantes, como éstas, son apenas mencionadas en el curso del actual debate. Y una vez que el debate se abrió, ¿por qué no se aprovechó para tratarlas a fondo, en vez de usarlas como perlas sucias de la argumentación? ¿Por qué esta precipitación, este tratamiento alocado, hinchado de una fraseología reiterativa, inconexa y, sobre todo, mentirosa, atenta solamente al petitorio homosexual?

En España se aprobó esta misma ley en julio de 2005, pese a la realización de una marcha en su contra que reunió a un millón de personas. Hasta fines del 2009, o sea en cuatro años y medio, se celebraron unos 16.000 “matrimonios”. Eso supone unos 32.000 individuos en una población de más de 46 millones de personas: menos del 0.055% de la población. Siendo un porcentaje tan exiguo, ¿por qué una ley nacional? Una ley se justifica cuando representa un bien cierto y reconocible para el conjunto de la sociedad... ¿en España, país con una de las tasas de natalidad más bajas del mundo, acuciado por una inmigración extranjera constante, y a contracorriente de una multitud inmensa que se congregó para oponerse?

Conste que sólo por apuro aceptamos la validez de la cifra concerniente a los individuos vinculados por esta ley, ya que uno de los componentes de la problemática homosexual es, precisamente, la fugacidad de sus vínculos. En esto no contamos con el acuerdo ni de la American Psychiatric Association, ni del Colegio de Psicólogos de Barcelona, ni del Instituto Di Tella, pero la verdad es que estamos bastante hinchados de las investigaciones de la autofomentada comunidad científica moderna, cuya primera actividad científica es excluir a los científicos que presentan pruebas científicas contrarias a sus científicas hipótesis. Los amigos del barrio y los tacheros ofrecen mejores estudios de campo.

Entre nosotros, la miseria crece y se instala, la droga hace su tarea de demolición cerebral, la criminalidad se extiende y se apodera de los barrios, la educación ideologizada promueve haraganes y la carrera política mantenidos, el corporativismo se reduce a la patotería, la mezquindad y la usura asfixian el desarrollo económico. Y agua va, como si los gobernantes entendieran que representarnos es representar un personaje que cacarea democracia, mientras finge remediar los males que nos aplastan con afiches, cinturones de seguridad, heladeras legendarias y aparatosos espectáculos judiciales y parlamentarios. No pierden el sueño a causa de ninguna de las responsabilidades que asumieron, todas las cuales tienen que ver con gente, con personas, con la vida y la muerte de hombres, mujeres, ancianos, jóvenes y niños reales. No entienden la diferencia entre una nación y una escenografía. No ven que no cabe un pueblo en una caja de marionetas. ¿O sí cabe?

¡Qué nos van a manejar! ¿A nosotros, que descendemos de los gauchos, que cruzamos los Andes, que inventamos la birome? ¿A nosotros, los criollos? ¡Que se atrevan a quitarnos lo bailado!... En febrero de 2008, un crucero de homosexuales amarró en nuestro puerto para evaluar in situ la aspiración de algunos políticos y empresarios de convertir a Buenos Aires en una de las principales “capitales gay” del mundo. No era el primer barco, pero sus 1.500 pasajeros fueron record. Coparon San Telmo, recorrieron la calle Caminito, se sacaron fotos con la estatua del Mudo y bailaron divertidos entre fantasmas de taitas, malevos y compadritos...

Con lo que le cuesta al hombre común, a la mujer común, a los millones de argentinos de bien, trabajar, cumplir con sus responsabilidades, llevar adelante a sus familias, criar y proteger a sus hijos, reservarse un pequeño espacio de descanso y recreación, ¿estos noctámbulos insisten con sus afantasmados proyectos? La mayoría de sus argumentos giran en torno al deterioro o caída de la familia tradicional, y fabulan que de ahí procede el sufrimiento de los niños, la desorientación de los jóvenes y la aparición de nuevas fórmulas sustitutas.

¿Qué tal si por un momento miramos hacia la naciente del río? La crisis de la familia en el mundo moderno se debe a que ya no es parte esencial ni de los proyectos económicos y políticos, ni de las modas psico-sociológicas, ni de ninguna rama de la cultura o la ciencia reconocidas y aprobadas por el poder temporal. Es una institución fija y vieja que no genera lucro, limita la libertad de los poderosos, sobrecarga al planeta, derrocha recursos, dificulta el progreso y, al fin de cuentas, no despierta ninguna curiosidad ni es fuente de inspiración para los artistas.

Porque supone protección, no abandono. Bien común, no individual. Preocupación espiritual, no material. Permanentes cuidados, no tribunas. Sacrificios y desvelos, no asambleas. Equidad, no ganancia. Crecimiento, no sustentabilidad. Dicha compartida, no vicios escondidos. Creatividad, no procedimientos. Fiestas, no vernissages. Calles arboladas, no sombras y temores. Hospitalidad, no puertas enrejadas. Niños, no productos. Seres pensantes, no títeres. Intimidad, no control. Libertad verdadera, no dominio embozado.

Supone normalidad, respeto, trabajo y porvenir, no extravagancias, cuestionamientos, conflictos y asechanzas. Supone un antiguo misterio de amor y de luz, no este desgarro feroz en medio de la noche.

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En diversos sitios de internet se pueden encontrar, en forma de comentarios, las ideas centrales de esta problemática ficticia. Tomemos sólo algunos.

“Hay que vivir y dejar vivir”.... Para un defensor del partido, el ideal de felicidad y el argumento supremo consiste en que nadie se debe entrometer en la libertad de nadie. De acuerdo, pasémosla bien. Ojalá que a la señora de enfrente no se le dé por su hija. Ojalá que en el colegio no le obliguen a comprar un nuevo manual con extraños dibujitos y minuciosas lecturas trastornadas. Ojalá que los docentes no queden habilitados para ignorar sus quejas. Hay quienes prefieren pasarla bien sin límites opresivos; otros, en cambio, prefieren pasarla bien con la certeza de bienes esenciales, que los congresales no pueden establecer. Incluso prefieren pasarla mal por ese motivo. Sin duda, son felices defendiendo lo que aman, que no es sólo lo de cada uno, sino también la feliz normalidad de las personas sencillas. Cualquiera es libre de cortejar al sodero, de festejar sanvalentín a solas y hasta de pedir la pata del perro del vecino. Cada uno es libre de lo que quiere, menos de imponer qué es lo que debemos querer todos. Nadie puede obligar a otro a nombrar de distinta manera algo que ya tiene nombre, o a cambiar su apellido, o a cederlo para nombrar a otro. Nadie puede obligar a un hombre y a su esposa a aceptar como iguales y semejantes a dos hombres o a dos mujeres. Si lo son ante la ley, no lo son ante la conciencia. No lo son, sobre todo, ante la implacable realidad.

“Las figuras de madre y padre pueden ser cumplidas por muchas personas diferentes de sexos diferentes y no se limitan a los progenitores masculino y femenino de cada persona”... Viendo el vínculo afectivo de tantos humanos con sus mascotas, ¿alguien se atrevería a afirmar que las figuras de hijo y nieto pueden ser cumplidas por muchos animales diferentes y no se limitan siempre a la progenie masculina y femenina de cada persona? Es claro que la semejanza entre un animal y un ser humano sólo puede acontecer en una fábula. Debería ser claro también que la semejanza entre una mujer y un padre o entre un varón y una madre sólo puede acontecer en una pesadilla.

Algo más puntual: “El rol de madre puede muy bien ser cumplido por una mujer o no, y sigue siendo un rol sublime”... El comentarista se cuidó de decirlo en forma directa, así: “el rol de madre puede muy bien ser cumplido por un hombre”. Cabe sospechar que no pudo decirlo; su mente y su lengua se rebelaron. Vamos más allá de nuestro límite y pensemos como él: un hombre puede esforzarse en ser como una madre, puede aplicarse tenazmente a la tarea, puede estudiar, puede observar, puede sentirlo y quererlo como si se le fuera la vida en ello, puede hasta ponerse pechos, pero... ¿qué va a lograr por ese camino, hasta dónde puede llegar? ¿Cuántos recursos que no se encuentran en los manuales, misteriosos, inigualables, intransferibles, posee una mujer que se convierte en madre? ¿Será posible reducirse a pretenderlo, imitarlo, parodiarlo? ¿Por cuánto tiempo? Olvidémonos de las toneladas de estudios “científicos” de los últimos setenta años. Piensen, piensen, piensen: ¿pueden realmente los hombres ser madres?... ¿Puede la lluvia subir, el perro maullar, la vida morir?

“Un niño criado por una pareja homosexual tiene las mismas posibilidades que uno criado por una pareja heterosexual”... El bien superior de una criatura consiste en darle primero lo primero, que es precisamente ese prodigio anti-técnico, ese misterio irreproducible que sólo pueden construir entre un hombre y una mujer que se aman y lo aman. Dos hombres o dos mujeres no pueden completarse entre sí ni completar a otros, mucho menos a un niño. El hogar no está presente entre hombres solos o entre mujeres solas, pues no pueden siquiera llegar a concebir la esencia del hogar. Lo máximo que pueden hacer es representarlo, actuarlo, pero su verdadera identidad permanece inaccesible a la mímesis. No se aprende en los libros ni en las aulas: forma parte, desde siempre, de la vocación natural de la especie. El mismo deseo de tener un “hijo” pone de manifiesto esa vocación, torcida en este caso.

Particularmente en este punto, los homosexuales agrupados ignoran razones y se abandonan a las emociones. O mejor dicho: apoyan sus razones en la voluntad, no en la inteligencia; en sus sentimientos, no en la realidad. Se vuelven racionalistas: personas mezquinas y de mirada corta, cuya habilidad para olvidar el pasado es reforzada por su capacidad para ignorar el presente y largamente superada por su destreza en descuidar el futuro. (De donde derivan otras dos ramas modernas: los cientificistas –profesionales de la experimentación que se dedican a definir en primer lugar los resultados– y los juridicistas –profesionales del derecho que custodian la vigencia de lo que va de una norma a todo lo contrario.)

Los homosexuales, al exigir prole, se muestran militantes del puro antojo. Creen que eso que quieren es bueno y necesario sólo porque ellos lo quieren. Y al quererlo son soberbios e inconscientes. Porque le quitan al niño toda posibilidad de elección. Porque su libertad y su futuro no cuentan para nada. Porque al usarlo como signo lo dejan signado. Si tuvieran verdadero amor por los niños y no por sí mismos, abandonarían esta idea para siempre.

“La pedofilia no es exclusiva del homosexual”... El género humano posee una ternura instintiva por los niños. Algo como una debilidad, un visceral sentimiento de protección. Queda demostrado en virtud de la repulsión universal por todo lo que los lastime: hambre, abandono, soledad, sufrimiento, abuso. Los pedófilos son vomitados antes por el hombre que por Dios. Aún si son sacerdotes. En especial si son sacerdotes. Todos podemos fallar, ser miserables y pérfidos. Ciertamente, no todos los homosexuales toleran la ostentación grosera y las acciones malvadas de otros de su misma condición, pero esta particular aberración confirma en parte el abisal descenso de una persona con inclinación homosexual, sea quien sea. No todas estas acciones subhumanas son cometidas por adultos varones con niños varones: sólo el noventa y pico por ciento. Se pueden buscar en griegos y romanos las distinciones necesarias entre pedofilia, pederastia, etc., pero la realidad de ayer y de hoy es irrebatible: convencional o no, este acto no guarda relación de causa con el hecho de que un hombre sea sacerdote o laico, filósofo o contador, sino con su tendencia homosexual. Por otro lado, los capitanes se enojan cuando se les recuerda la pendiente de la pedofilia incestuosa a manos de un padre o un padrastro. La reacción natural de horror y de repudio se entiende, el razonamiento no. ¿Por qué los escandaliza el incesto? Pueden responder cualquier cosa, menos que lo consideran antinatural.

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Excursus 1º para homosexuales: un verdadero ideal de familia puede formar parte de sus vidas. No es en la naturaleza creada donde está la falla. Existen modos de revertir esta desgraciada situación particular, pero tienen que disponerse a realizar el esfuerzo necesario y recorrer con humildad el camino de retorno. No son pocos los que lo lograron, aunque los comandantes de la nueva corporación prefieran ignorar esa evidencia. (Por cierto, no podemos ni debemos exponer a quienes eligen recuperar sus vidas de este modo.)

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“¿Quién dice que el matrimonio es entre varón y mujer?”... Nadie. Todos. Nadie hasta ahora: nunca fue necesario decirlo. Todos: desde siempre, en los hechos, a lo largo de toda la historia, y en la doctrina básica y latente en la generalidad de los hombres, que es el sentido común. No se ignora que la homosexualidad, como acto individual, viene de antiguo; sin embargo, esta ocurrencia nos vino a ocurrir a nosotros, en esta época. Recién ahora se quiere ignorar, mediante una ley humana, que existe la ley natural de la atracción original de los dos sexos, zoológica y humana, histórica, antiquísima, perpetua, profunda, irresistible, universal y fructífera. Si pudiéramos hacerles la misma pregunta a todos los hombres y mujeres muertos, la respuesta sería un grito que haría pedazos el mundo. Nos devorarían las entrañas al comprobar que los resucitamos para tamaña idiotez. Hasta un homosexual rococó del s. XVIII nos despreciaría.

Si no, viajemos en el tiempo a buscar entre los antepasados cualquier pareja que esté esperando un hijo y tratemos de averiguar qué sexo preferirían para su vástago. Demos por seguro que, en caso de aceptar la pregunta, y movidos por un milenario instinto natural, elegirán simplemente entre varón y mujer. Les diremos entonces que esa respuesta no nos sirve, que en nuestro siglo resulta chocante, y procederemos a explicarles que hemos desarrollado una noción más completa y profunda, la del género, que permite discernir diversas sexualidades. Es muy posible que no entiendan de qué estamos hablando: todo nuevo concepto universal tarda en imponerse. Trataremos entonces de ser un poco más claros y amables: señora, señor, ¿qué orientación sexual preferirían para su hijo?... Conste que estamos tratando con antepasados, de modo que enfrentarlos a la escala de Kinsey para que opten entre heterosexual de grado 1 u homosexual de grado 2, según es dado suponer, los confundiría aún más. De modo que, antes de seguir avanzando, deberíamos esforzarnos para entender que, por lo general, ellos reservaban la libertad de elección a cuestiones un poco más acotadas, como por ejemplo el jefe, el oficio, el caballo, la espada, la comida de la noche o el color de la cortina de la sala. Es conveniente aclarar esto a fin de no transformar un encuentro increíble en una feroz disputa intergeneracional, si acaso nos ocurriera que, ya sin pizca de paciencia, agotáramos de golpe todas las instancias: ¿qué, tanto les cuesta elegir un género para su descendiente: hombre, mujer, gay, lesbiana, travesti, transexual, transgénero, bisexual o intersexual?

Mejor dejemos a nuestros antepasados en paz, pues ellos ya tienen sus propias alegrías y preocupaciones. No sea que la época extraña que nos tocó atravesar practique otra mueca cruel y dentro de un rato tengamos que salir nosotros a elegir para nuestros hijos una padrina o un madrino.

Quisiéramos vaticinar que, en algún momento, se hará la luz y volverá a primar el sentido común. Pero no podemos dejar de tener en cuenta que una infinitesimal minoría constituye de por sí una minoría. Y una minoría, infinitesimal o no, puede poner el mundo patas para arriba, según la curiosa ley moderna de la mayoría democrática.

No es mero pesimismo dejar correr nuestro principal temor e imaginar el peor de los mundos: aquel donde una minoría tras otra, maniobrando eficazmente sus herramientas de luz artificial, al final logran extirpar el sentido común de la mayoría.

Por eso nos resultará útil recordar que nuestros antepasados, para atravesar el disfraz paródico y ejecutar el acto soberano de resistir a la farsa, consideraban con especial atención dos alternativas: el humorismo y el heroísmo.

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“No incluyan a Dios ni a la fe en los argumentos”... La verdad, ni falta que hace. Si el anhelo de algunos es ponerse del lado de afuera de la naturaleza, la réplica no sería proporcionada si empezara poniéndose por arriba. Habría que intentar primero reencontrarse con ese orden natural, situarse de nuevo en él. Tratar de recordar, pues, y luego ver por dónde quiere seguir cada cual... Pensándolo bien: dado que nos exigen despojarnos de tal modo, ¿serían capaces de retribuirnos postergando su propio acto de fe?

No importa, se puede suspender por un rato el viejo debate entre místicos y racionalistas y atender los postulados científicos, para que podamos marchar juntos en pos de evidencias, demostraciones palpables y resultados medibles. Ciertamente, habrá que ver si podemos ponernos de acuerdo, ante todo, en cuanto a la metodología.

Pero de entrada nomás, a las puertas de grandes revelaciones físico-químicas, lo que se nos presenta es un curioso enigma de raíz experimental. Pues los racionalistas, al ver sobre la mesa de estudio el cuerpo de una mujer, sostienen que antes de considerar lo visible se debe auscultar lo invisible. Se niegan a dar por cierto que eso que ven es una mujer y exigen descifrar su orientación interior antes de clasificarlo. Abandonan el dogma empírico y se ponen a investigar algo que no se puede ver ni medir, mientras declaran que ese cuerpo no corresponde al sexo que registra el nervio óptico, sino a un ente llamado género que es como un arcano metamuscular o, para decirlo mejor, metafísico.

Cuesta mucho seguir a los racionalistas en sus peregrinaciones.

La dirección correcta es más o menos así: empieza afuera, sigue adentro y termina arriba. Por eso es monstruosamente lógico que quien no quiera ver a la madre no pueda ver al hijo y quien no quiera ver al hijo no pueda ver a la madre: he ahí la dirección inversa, la que lleva al último borde, el límite abisal donde todos los colores se funden en gris, la mezcla sólida que impide la visión, escondida en la brevedad del arco iris.

Pues hay algo en lo que sí pudimos haber estado inmediatamente de acuerdo, algo por lo cual habrían sido distintas muchas cosas: en que no todo se puede colocar sobre la mesa del laboratorio.

Los racionalistas arrimaron sus aparatos y vieron. Midieron, practicaron sus fórmulas, terminaron sus cuentas y vieron. Entraron con sus ojos extendidos y vieron. Metieron sus tenazas y vieron. Lo metieron en la bolsa de basura y vieron. Lo vieron. Pero cuando todos sus sentidos fueron del mismo hierro que sus máquinas, ya no pudieron ver, ya no sintieron nada, ya no pensaron más.

Hubo que dejar muy atrás la ciencia para ignorar que la vida pertenece, más que a la órbita de la razón, a un terreno sagrado, tremendo e intocable.

Así dirán mañana que “hombre”, “mujer” o “niño” son nomenclaturas que no tienen significado. Y no nos van a dejar palabras para decir. Y ya no vamos a poder tomar medidas. Y no nos va a quedar ningún número para contar.

Si dejamos que ellos decidan qué debemos pensar y cómo debemos vivir.

* * *

Excursus 2º para homosexuales: no son todos altos o bajos, amarillos o negros, argentinos o italianos, hombres o mujeres. No pueden ser todos inteligentes, cómicos, atletas, matemáticos, artistas. No pueden ser todos padres o madres. Incluso no pueden ser todos homosexuales o heterosexuales. Lo que sí pueden todos es encontrar un sentido trascendente de la existencia. Todos los hombres y todas las mujeres pueden dignificar sus vidas, enaltecerlas, aun los que recibieron una carga pesada o un dolor sin nombre. No es posible pasar con un salto del dolor al amor, pero sí es posible encontrar el consuelo de un amor verdadero, aunque más lejano. En esto consiste la esperanza: aunque no encontremos una solución inmediata, ni la satisfacción más elemental y urgente, sigue en pie la certeza de un mundo superior al de nuestras fugaces limitaciones. En éste, todo pasa. Lo que no tenemos que hacer es pasar nosotros dejando la marca de un daño irreparable.

* * *

En el curso de sus diatribas, los miembros del nuevo partido humano se aplicaron a horadar las emociones de la gente común, de acuerdo a los preceptos de esta nueva tiranía blanda. Cuestionaron ininterrumpidamente todas las realidades de orden natural: el matrimonio entre varón y mujer, la maternidad de la mujer, la paternidad del varón, el don del nacimiento y la pertenencia de todo niño a esa realidad inmodificable y significativa. A muchas personas, lamentablemente a muchos jóvenes, les inculcaron repugnancia por este lenguaje. Tanto, que algunos se atreven a decir: “Estamos en el siglo XXI y la sociedad, como en todos los tiempos, cambia”.

Hemos tratado de expresar las ideas en forma casi coloquial y, a la vez, nos hemos cuidado de citar autor alguno en estas páginas, todo ello a fin de sortear, dentro de lo posible y sólo por esta ocasión, las filiaciones religiosas e intelectuales, intentando ser de utilidad para todos. Pero en este punto, y también con el mismo fin, preferimos parafrasear brevemente a Kierkegaard: muchas veces, cuando alguien parece feliz y se vanagloria de ello, aunque a la luz de la verdad sea un desventurado, está muy lejos de desear que se lo saque de su error. Por el contrario, se enoja con quien trata de hacerlo, y hasta lo considera su peor enemigo, pues lo ve como alguien que quiere matar su felicidad. Eso le ocurre porque es víctima de la sensualidad, de un alma plenamente corporal, que no reconoce más que las categorías de los sentidos y manda de paseo al espíritu y a la verdad.

La objeción a los “cambios sociales” es clara en sí misma, aunque será rechazada de plano por las almas “plenamente corporales” que no quieran concebir error de su parte. Ocurre sencillamente que no estamos hablando de la sociedad en primer lugar, sino de un orden sustancial que es anterior a la sociedad y que la sostiene en su quicio. Eso es lo que no puede cambiar, porque es lo que se ofrece naturalmente a toda persona que nace sobre esta tierra. Un orden que antecede a la sociedad humana y la determina: no lo inventó el hombre, no lo fabricó el hombre y, por cierto, no lo podrá cambiar el hombre. Ese orden sustantivo es la realidad sólida e invariable sobre la cual se desarrolló la historia entera.

¿Cuántas personas podemos sumar entre vivos y muertos? Pongamos por caso: cientos de miles de millones. Pues bien, lo que sostuvo la vida en el mundo es la familia común y corriente, conformada por un hombre, una mujer y sus hijos. El género humano superó guerras, invasiones, catástrofes, revoluciones, pestes, hambrunas, tiranías, magnicidios. Todo tipo de males y tragedias, en toda época y en todo lugar, desde el principio. Aun al Pecado Grande sobrevivió, por la misericordia del Creador, la expectación del Redentor y la presencia inefable de dos sexos.

Y si bien la felicidad es anónima, resulta muy difícil negar que la historia del ser humano a través de los siglos, la historia duradera y profunda, es la historia de la familia. Siempre hubo un hombre y una mujer, un hombre y una mujer, un hombre y una mujer, que luego florecieron en un hombre y una mujer, un hombre y una mujer, un hombre y una mujer...

Síganlo mentalmente, poténcienlo con números de admiración y respeto, elévenlo a la raíz cuadrada de la maravilla, procésenlo como la ofrenda bendita de un misterio incesante y conviértanlo en fórmula divina. Se trata simplemente de la fuente de la vida, que reside en la familia, que inaugura el matrimonio, que sólo se consagra entre un hombre y una mujer. ¿Seguiremos mereciendo este regalo si nos atrevemos a decir que ya no nos alcanza?

La realidad del orden natural es invariable, sólida, inalterable: no puede ser destruida. Pero puede ser abandonada. Puede ser conculcada y despreciada, así como ahora mismo es confrontada.

¿Quién asegura que esta parodia fatal no aspirará a prevalecer en el futuro, si ya estamos aprobando su pretensión de equivalencia? ¿Qué clase de sociedad tendrá lugar si reemplazamos su base y su sostén? ¿Qué mundo imaginario estamos inaugurando, si ni siquiera nos ponemos a pensar en las consecuencias de esta remodelación? ¿Y qué libertad merecerán los pequeños cuando los muertos ya no tengamos ningún mérito?

Estas preguntas, es cierto, no se pueden responder en forma debida sin Dios y sin fe. Pero ni siquiera es posible entenderlas, si hemos mandado de paseo a la verdad.

* * *

Retorno

El teatro está vacío y en penumbras, ya terminó la función. Los miembros del elenco, satisfechos, conversan con el director en la salida. Esperan a los productores, que hacen cuentas en la boletería, por curiosidad. No tiene importancia. Fue la última puesta, la sala está pagada, todos cobraron. Los músicos tocaron gratis.

Afuera está quieto, ya se fueron todos. Ellos ríen como saben, se complacen, prestan atención a la vereda en calma. Uno, de repente, declara un compromiso. La sintonía es perfecta: son actores. La despedida es rápida. Toda voz se apaga.

El silencio aumenta, se hace denso. Se hace viejo. Las sombras del coro llegan desde el fondo, observan y esperan. Luego cruzan hasta el mundo, suavemente.

Se abre apenas una puerta, muy despacio. La alfombra murmura unas pisadas tímidas que dudan y avanzan. Faltaba la niña, la dejaron sola.

Afuera está triste. La noche es más grave, de un rigor espeso. Hay como un estruendo, las sombras aúllan, es lo que parece. Corre un viento helado.

La dejaron sola y sale a la noche, se asoma temblando. ¡Que alguien la proteja! No hay nadie despierto.

El silencio es largo, de una media hora. Pero media hora en el borde del mundo y de un tiempo distinto, ni tuyo ni mío.

La guardia invisible la levanta en andas.

Escucha sus voces, le quitan el miedo, la salvan del frío.

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